Buenos Aires (dpa) - Con un inconfundible
estilo que combinó ironía y erudición, Jorge Luis Borges logró quizás el efecto
máximo de una invención literaria: dio lugar a un adjetivo que lo identifica.
“Kafkiano o borgeano no son sólo una cualidad de la escritura, aunque puedan
haberse utilizado, por primera vez, para nombrarla. Diría que son los adjetivos
de la originalidad”, afirma la ensayista argentina Beatriz Sarlo.
La originalidad borgeana se
remite a la invención de un particular mapa literario donde los espejos
advierten la condición ilusoria del ser humano y los laberintos ideales se
parecen al tejido intrincado del universo. Como en sus corredores inacabables,
la humanidad está perdida en la infinitud del tiempo y del espacio.
Considerado uno de los
escritores más influyentes del siglo XX, nació el 24 de agosto de 1899 en
Buenos Aires, a la que redescubriría en la década del veinte tras vivir con su
familia en Europa. Esta metrópoli lo inspiró para los poemas de “Fervor de
Buenos Aires”, el primer libro que publicó. “Siento que toda mi vida he estado
reescribiendo ese único libro”, comentaría años después.
Cansado del ultraísmo que
había traído de España, en sus siguientes libros de poesía “Luna de enfrente” y
“Cuaderno de San Martín” nuevamente influyeron los suburbios porteños del sur,
escenario de compadritos y peleas de cuchillo.
Entre las décadas del treinta
y del cincuenta el escritor produjo algunas obras extraordinarias como
“Historia universal de la infamia”, “Ficciones” y “El Aleph”. Un Borges
cosmopolita creó poemas, ensayos y cuentos que apelan a la erudición, los laberintos,
las citas de libros reales e imaginarios, que deslumbran por la precisión de su
estilo.
Borges, entre los escritores más investigados del siglo aunque no galardonado con el Nobel, mantuvo vínculos
disímiles con otros dos grandes autores argentinos que también dejaron su
impronta: Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares.
El escritor recordaba que en
la década del 40, cuando era secretario de redacción de una revista, “nos
visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. Le pedí que volviera
a los diez días”. Cuando regresó, Borges le dijo a ese joven que tenía dos
noticias.
Una, que el manuscrito estaba
en la imprenta; otra, que lo ilustraría su hermana Norah, a quien le había
gustado mucho. Luego aseguró estar orgulloso de haber sido el primero en
publicar una obra de Cortázar, el cuento “Casa tomada”.
Cortázar, nacido en 1914 en
Bruselas, quiso apartarse de la solemnidad y el acartonamiento, e incorporó a
su obra lo que denominó la “constante lúdica”, con presencia permanente del
juego y el humor.
Su sorprendente novela
“Rayuela”, señera del boom latinoamericano, se presenta como “muchos libros,
pero sobre todo dos”. El lector puede asumir un clásico papel pasivo, con una
lectura lineal, o bien puede convertirse en cómplice del autor, saltando entre
sus páginas y rechazando el orden cerrado de la novela tradicional.
Con gran destreza en el manejo
de la lengua, el elemento lúdico también se refleja en los títulos de sus
obras, como el volumen de cuentos “Final del juego” o las novelas “Los premios”
y “62 modelo para armar”.
En “Historias de cronopios y
de famas”, por ejemplo, presenta un mundo fantástico habitado por “famas”,
ordenados, cautelosos y solemnes, en oposición a los “cronopios”, alegres,
desordenados y poco afectos a las convenciones.
Cortázar, residente en París
desde que abandonó la
Argentina por sus diferencias con el peronismo, quedó
fuertemente impactado por una visita a Cuba después de la Revolución. Mientras
nacía su preocupación política, el tema fantástico por sí mismo dejaba de
interesarle.
Desde entonces, Cortázar
abandonó la torre de marfil de la “literatura pura” y adoptó un compromiso
ideológico y político que se reflejó en “El libro de Manuel” y “Nicaragua, tan
violentamente dulce”.
Por su parte, Borges señaló
que si bien Cortázar era un gran escritor, desgraciadamente nunca podría tener
una relación amistosa con él, porque era “comunista”. El autor de “Ficciones”
despertaba reiteradas polémicas a causa de sus declaraciones en el ámbito de la
política, que según numerosas opiniones lo privaron del Nobel.
En cambio, mantuvo una larga
amistad con Bioy Casares, a quien conoció en la década del ‘30. Entonces, quedó
deslumbrado con ese joven que en 18 años había leído los mismos libros que él
en 33.
La consagración literaria de Bioy se produjo
con “La invención de Morel” (1940), considerada la obra maestra de la
literatura fantástica argentina. A esa novela, que su amigo calificó de
“perfecta”, le siguieron “El perjurio de la nieve”, “La trama celeste”, “El
sueño de los héroes” y “Diario de la guerra del cerdo”, entre otras.
Su primer trabajo en conjunto fue ajena a lo
literario, pero les resultó muy divertido: la redacción de un folleto para la
publicidad de un yogur. Continuaron escribiendo juntos, y con el seudónimo H.
Bustos Domecq firmaron “Seis problemas para don Isidro Parodi” y más tarde las
“Crónicas de Bustos Domecq”.
Esa larga amistad sería solamente
interrumpida por el fallecimiento de Borges en Ginebra, en junio de 1986. En el
año en que se festejó el centenario de su nacimiento, la esperanza borgeana de
morir y ser olvidado parece más lejos que nunca de concretarse.